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jueves, 17 de diciembre de 2009

Hombre, madrugada y lluvia.



Una madrugada diferente, distinta, inusual. Un hombre ya de cierta edad se encontraba en su habitación (Su mujer dormía profundamente) terminando de colocar, con admirable simetría, sus ropas en su bolso. Había tomado la inextricable decisión de partir, partir para siempre.
Sobrados eran los argumentos que lo impulsaron a esa admirable decisión. El precio que paga un hombre bueno por el pecado ajeno de su mujer es tan caro, que quizá no termine de pagarlo siquiera en vida propia. Y aquello, para un hombre tan coherente como él, era algo que no le pesaba ni un gramo, más bien le parecía arena transitoria, que se fugaba espontáneamente sobre sus dedos de trabajador obrero.
Afuera llovía, atroz y melancólicamente. El hombre podía observar el reflejo de los reiterados relámpagos, al unísono con su silencioso llanto de pena, desesperación, tristeza. Ya había concluido en su totalidad con el armado del bolso, sólo restaban colocar unos pequeños objetos, de vaga importancia, y luego sí, salir de la habitación, bajar las escaleras, y surcar, letárgicamente, el hall que separaba el living de la puerta de salida. Esta vez no sería una salida pasajera, como las anteriores, sería la salida hacia una nueva vida, un rumbo distinto, que debería ir construyendo sobre la base de la sal efervescente de sus lágrimas de hombre de bien. Lágrimas que el hombre lloró, más por necesidad momentánea que por obligación impuesta, descargándose, pródigo en la más ínfima soledad que haya vivido.
Concluyó, por fin, con todos los preparativos. Dudó un momento, (considerando si era correcto o no) pero luego de unos instantes, tomó una hoja de papel, una birome y fiel a su estilo, dejó su marca imborrable en la mesa de luz de su esposa. Una carta escrita con velocidad, rapidez e inspiración admirables, con palabras que denotaban cierta melancolía, perdón ajeno –arrepentimiento del mismo género también-, y otros sentimientos, que merecían ser destacados con toda la redundancia posible.
Una vez realizado esto, cerró la puerta de la habitación, bajó los veintidós escalones que separaban la planta alta de la baja, -Sus pasos parecían ser como el de un conjunto militar desfilando- firmes, sin mirar atrás, sólidos. Atravesó, no sin cierta pena, el hall y finalmente sacó de su bolsillo la llave que abría el infierno con el desconocimiento. Al cerrarla sintió como si el corazón se quebrara, como un spaghetti al tomar contacto con el agua, y empezara, pausadamente, a sangrar.
Volvió a guardarse la llave en el bolsillo, y caminó, con destino incierto, a algún lugar donde lo condujeran su mente y su alma, algún sitio que le inspirara una ración de esperanza, un sí a la nueva vida, como si muerto quisiese escapar de su ataúd, eterno.
Poco a poco, fue dejando sobre sus espaldas la casa de sus sueños. La lluvia acompañaba, y los ladridos ahogados de los perros solitarios, también.
Vagó durante toda la noche sin rumbo certero, sobre las empapadas calles de la ciudad, pensando en los momentos que junto a su mujer, había logrado disfrutar, alcanzando lo que la mediocridad materialista e infame describiese como “Felicidad”. Sin querer, su mente leyó la última carta que le había escrito, esa misma noche, horas atrás. Al concluir, sus ojos volvieron a llenarse de lágrimas, y esta vez formaron un conjunto homogéneo de sustancia líquida, que se fundió en el silencio interrumpido por el caer resonante de la insistente lluvia.
Cuando logró calmar sus propios sentimientos y clarificar sus pensamientos, decidió ir a su trabajo –Ya comenzaba la mañana- y el sol, lenta y dolorosamente, daba indicios de que quería volver a alumbrar.
Así, con fuerza, sudor, empujándose a si mismo, el hombre comenzó su nueva vida. Aquella que jamás había soñado, pero que hoy le tocaba afrontar.
Y alguna otra madrugada, en un futuro cercano tal vez, volverá este hombre a perderse, como lo hizo aquella vez, por el sentimiento ajeno de una mujer a la cual amó sin medidas. Estaba escrito en su suerte, ser un hombre tan bueno y amar a tan altas latitudes, tendría sus consecuencias negativas en esta sociedad, que poco a poco, se iba olvidando de lo que, realmente, significaba amar...



Escrito por: Joaquín Chaulet.
21/07/08

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